Sándor Petõfi

Juan el Paladín

Título original: János vitéz

Traducción de
ÉVA TÓTH

Versión de
DAVID CHERICIÁN

 


 

1

Desde el cielo el rayo del sol veraniego
al pastor de ovejas quema con su fuego.
Es inútil ser tan abrasador,
el caso es que tiene calor el pastor.

En su pecho joven el amor flamea
mientras pastorea cerca de la aldea.
A diestra y siniestra el rebaño pace
y él sobre el capote en la yerba yace.

En torno hay un mar brillante de flores,
pero él ni siquiera mira sus colores;
a tiro de piedra el arroyo está,
fija, embelesada, su vista allí va.

Pero no a la espuma del agua cambiante
sino a una rubia muchacha radiante,
su talle delgado, sus rubios destellos,
sus senos redondos, sus largos cabellos.

Hasta la rodilla la falda repliega
y en el fresco arroyo la ropa restriega;
se entrevé en el agua su rodilla hermosa,
Juanito Mazorca con ello se goza.

Porque es quien del césped mira a su querer
Juanito Mazorca, ¿quién otro iba a ser?
Y la que en el agua lava con fruición
es Elena, el nácar de su corazón.

Juanito Mazorca le habla de este modo:
«¡Nácar de mi pecho, de mi alma, mi todo,
dame una mirada, ya que en este mundo
eres tú mi solo deleite profundo!

¡Láncenme su rayo tus ojos de endrina,
déjame que abrace tu cintura fina;
sal, ven a la orilla no más que un instante,
en tus labios rojos pondré mi alma amante!»

«Juan, corazón mío, con placer saliera
si en lavar la ropa prisa no tuviera;
pero me maltrata si pronto no voy
mi madrastra, sólo una hijastra soy.»

Así le habla Elena, la rubia, la hermosa,
mientras continúa lavando hacendosa.
Mas Juan el pastor se alza y va hasta allí
y para atraerla más cerca habla así:

«¡Sal, ven, mi paloma, sal, tórtola mía!
No anda tu madrastra por la cercanía;
besarte, abrazarte, no más que un instante,
no hagas del deseo morir a tu amante.»

Ante hablar tan dulce la muchacha vino,
él con ambas manos ciñe el talle fino,
la besa en la boca no una vez: ¡con creces!
Quien todo lo sabe, sabrá cuántas veces.


2

Mientras tanto el tiempo avanza de prisa,
la tarde en la espuma del agua es rojiza.
La mala madrastra quería estallar:
¿dónde tanto rato puede la hija estar?

La vieja madrastra pensaba y su acento
daba estas palabras a su pensamiento
(y yo no diría que de buen humor):
«¡Si está holgazaneando tendrá lo peor!»

¡Pobre de ti, Elena, huerfanita hermosa!
Ya está tras tu espalda la bruja furiosa;
su gran boca se abre, hincha sus pulmones,
te hurta el sueño amante con sus maldiciones:

«¡Criatura sin honra! ¡Alma infame! Di:
¿Al mundo te atreves a ofender así?
Tan desvergonzada, a tanto se atreve...
¡Vaya la bribona! ¡Ojalá te lleve...!»

«¡Basta!, ¿me oye, vieja?, ¡cierre el pico ya
o uno de nosotros se lo tapará!
Si con la palabra se atreve a tocarla,
va a perder sus pocos dientes en la charla.»

Defendiendo a Elena, trémula al regaño,
dijo así el valiente guardián del rebaño;
luego, amenazando con ojos llameantes,
añade enseguida a lo dicho antes:

«Si no quiere ver su casa llamear,
no se atreva a esta huérfana a tocar.
Sufre mucho ella, trabajando vive
y sólo pan seco en pago recibe.

Vete ya, mi Elena. Pero si porfía
en tratarte mal, ven y en mí confía.
Y no mire tanto qué hacen los demás,
usted, que no ha sido ni mejor ni más.»

Juanito Mazorca recoge el capote
y sale buscando su rebaño al trote;
con terrible susto puede comprobar
que se le ha regado por todo el lugar.


3

Cuando logra Juan reunir la mitad
del rebaño, rasa la tierra el sol ya;
no sabe la otra dónde puede estar:
¿se la llevó el lobo o un ladrón quizá?

Ya no importa dónde, basta de esta vez;
buscarlo, afligirse, todo en vano es.
¿Qué hacer? Se decide a arrear como pueda
del rebaño a casa la parte que queda.

«¡Tendrás una buena, Juan... tú lo quisiste!»,
pensaba arrastrando las piernas muy triste,
«mi amo en cualquier caso tiene mal humor
y ahora... que sea lo que quiera Dios.»

Pensaba y pensaba, pero su atención
llama que el rebaño ya está ante el portón.
El amo colérico quiere allí en penumbra
contar el rebaño, según acostumbra.

«¡Deje de contarlo, vuecencia, amo mío!
¿Para qué negarlo?, perdí algo en el río;
me da mucha pena, pero qué he de hacer»,
Juan de esta manera habló sin temer.

Su amo a lo dicho le da esta respuesta
torciendo el bigote: «Juan, no paso ésta,
no te hagas el loco, que burlas no quiero,
no hagas que me enoje y me ponga fiero.»

Pero no era broma lo que sucedió
y el amo de Juan el juicio perdió
casi por completo; brama hecho una fiera:
«¡La horca! ¡La horca! ¡Se la clavo entera!

¡Ay, bribón, ay, carne de horca, ay, bribón!
¡Que el cuervo ambos ojos le saque al ladrón!
¿Para eso alimento, sustento te di?
¡Que te alce la soga del verdugo a ti!

¡Al diablo, no vuelva yo a verte jamás!»
Maldecía el amo más y más y más;
tomó de repente un cayado y fue
corriendo tras Juan a todo correr.

Juanito Mazorca de él rápido ha huido,
no por tener miedo, pues era fornido,
podía con veinte del mismo tamaño
aunque no tenía aún veinte años.

Corrió solamente porque comprendió
que con razón su amo tanto se enojó;
y si se peleara, ¿cómo haber pegado
a quien casi un padre es y le ha educado?

Casi sin aliento corriendo seguía;
después se paraba y otra vez corría
a diestra y siniestra, ¿por qué, sin razón?
En su mente había qué gran confusión.


4

Cuando el riacho su agua convierte en espejo
donde mil estrellas miran su reflejo,
Juan se ve en la huerta de su Elena bella
sin saber él mismo cómo llegó a ella.

Saca su querida flauta, y al tocar,
su canción más triste se puede escuchar;
cubre el rocío hierbas, arbustos, cultivos,
es quizá las lágrimas de astros compasivos.

Sola en el zaguán, ya Elena dormía:
de cama en verano siempre le servía.
Llega el conocido canto hasta el zaguán,
se levanta aprisa y va a ver a Juan.

Pero al verlo en susto cambia su alegría
y le dice entonces: «Juan del alma mía,
¿por qué estás tan pálido como la menguante
luna del otoño que triste anda errante?»

«¡Ay, mi Elena! Pálido estoy pues quizás
tu preciosa cara no he de ver ya más...»
«Yo me asusté tanto al verte, mi amor:
¡no hables de ese modo, mi Juan, por favor!»

«¡Por última vez te di mi canción,
primavera hermosa de mi corazón!
¡Me voy para siempre, nunca volveré,
te beso, te abrazo por última vez!»

Todo el desdichado le cuenta a su hermosa
y se echa en los brazos de ella que solloza,
la abraza, mas vuelve la cara: que Elena
no vea que él llora también de la pena.

«Y ahora, mi Elena, mi rosa querida,
queda con Dios, piensa en quien no te olvida.
Al ver que a una rama el viento da acoso,
recuerda a tu amante que anda sin reposo.»

«¡Ahora, Juan de mi alma, ve si has de marchar!
Que el buen Dios tus pasos quiera acompañar.
Al ver una trunca flor seca ante ti,
recuerda a tu amada que se mustia aquí.»

Cual la hoja del tallo se apartaron tiernos,
yermos corazones como dos inviernos.
Lágrimas copiosas Elena lloraba,
Juan con la camisa se las enjugaba.

Partió sin volverse: ¿hacia qué destino?
Para él lo mismo da cualquier camino.
Pasa entre pastores silbando en el prado,
cencerros de reses... ni cuenta se ha dado.

Queda atrás la aldea, no ve resplandores
ya de las hogueras que hacen los pastores;
cuando al fin se para y mira hacia atrás,
cual fantasma oscuro la torre ve allá.

Si alguien a su lado allí hubiera estado,
un hondo suspiro le habría escuchado;
las grullas que surcan el aire del cielo
tampoco lo escuchan desde su alto vuelo.

Anda entre la suave noche sin parar,
sólo su capote murmura al andar;
piensa él que le pesa, no ve en su emoción
que su peso grande es su corazón.


5

Cuando el sol la luna despide en su albor,
como un mar la puszta tiene alrededor;
y desde el levante del sol al poniente
la llana llanura se estira imponente.

No hay flores ni arbustos ni árboles, sus galas
da el rocío a hierbas mínimas y ralas;
bajo las primeras luces, hacia un lado,
un lago enrojece, de juncos rodeado.

Por entre los juncos una garza erguida
con su largo cuello busca su comida
y al centro del lago agitan sonoras
sus alas veloces aves pescadoras.

Sigue Juan andando con su sombra oscura
y su pensamiento lleno de amargura;
en toda la puszta resplandece el sol,
pero hay noche negra en su corazón.

Cuando el sol la cima del cielo hace arder,
recuerda que nada come desde ayer;
debe comer algo ya porque, además,
sus débiles piernas no soportan más.

Se acomoda y come, pegado al camino,
lo que en su morral queda de tocino.
Lo ve el cielo azul, lo ve el sol radiante,
y abajo, el miraje del hada brillante.

El pequeño almuerzo le cae bien, al lago
entonces se acerca a beber un trago,
sumerge las alas del sombrero allí
y su sed ardiente alivia por fin.

No se aleja mucho del lago halagüeño:
cubre sus cansadas pestañas el sueño;
la cabeza inclina sobre una topera,
su fuerza perdida recobrar espera.

El sueño le lleva de vuelta en sus pasos,
su Elena reposa en sus fieles brazos,
mas cuando a la niña besar quiere, un trueno
enorme le espanta su sueño sereno.

Mira en torno suyo la llanura agreste,
formándose estaba la guerra celeste.
Venir la tormenta fue tan repentino
como a Juan se le hizo amargo el destino.

Se vestía el mundo de oscuro, tremendos
truenos y relámpagos con terrible estruendo;
abrieron las nubes por fin sus canales
y echaba burbujas el lago a raudales.

Juan en su cayado se apoya y primero
le vira hacia abajo el ala al sombrero,
después sube el cuello del capote: enfrenta
así la violenta, furiosa tormenta.

Pero con la misma prisa que alzó el vuelo
la tormenta súbita abandona el cielo.
En alas del viento la nube se va,
al este el arco iris brillando ya está.

Juan sacude el agua del capote, y cuando
ya lo ha sacudido, continúa andando.
Cuando al lecho el sol se echa a descansar,
aún a Juan las piernas le hacen andar.

Al centro de un bosque ellas le han traído,
corazón oscuro del verde tupido;
le saluda el cuervo que grazna y se esmera
en cavar los ojos de caída fiera.

No importan el bosque ni el cuervo dañino,
Juanito Mazorca sigue su camino;
en lo hondo del bosque a la senda bruna
da luz amarilla el claro de luna.


6

Hacia medianoche va el tiempo adelante
cuando ven sus ojos rayo parpadeante.
Se acerca y ve una ventana que alumbra
desde el corazón del bosque en penumbra.

Juan al verlo piensa con toda razón:
«Esta luz seguro que alumbra un mesón;
¡gracias al buen Dios!, por cierto así es.
Entraré y la noche allí pasaré.»

Juan se equivocaba, pues mesón no era:
era nada menos que una ladronera.
No estaba vacía, los doce bandidos
que en ella habitaban estaban reunidos.

La noche, bandidos, pistolas... No niego
que esto bien mirado no es cosa de juego;
pero el corazón tiene Juan bien puesto,
y así entra en la casa valiente y dispuesto.

«¡Buenas y dichosas noches les dé Dios!»,
así amablemente Juan les saludó;
los bandidos toman sus armas y a él van
y de esta manera le habla el capitán:

«Infeliz, ¿quién eres tú que por tu mal
a poner te atreves los pies en mi umbral?
¿Tienes padre y madre? ¿Acaso mujer?
Cualquiera que tengas no te vuelve a ver.»

No latió más rápido el pecho de Juan
ni se puso pálido ante el capitán;
a sus amenazas lanzadas sin freno,
sin temor responde tranquilo y sereno:

«El que por su vida tema, que en sus viajes
aprisa y de largo cruce estos parajes.
A mí no me importa la vida, y me quedo
entre ustedes, sean quienes sean, sin miedo.

Por eso, si quieren, déjenme vivir
y sólo esta noche descansar aquí;
si no, pues me matan, si les da placer,
mi vida mezquina no he de defender.»

Quieto habló, en espera de una reacción,
llenó a los bandidos de estupefacción.
Entonces se acerca el jefe: «Te digo,
muchacho, una cosa: tú tienes, amigo,

Pelo en pecho, ¡válgame el Dios justiciero!
Te ha creado él mismo para bandolero.
Desprecias la vida, no temes la muerte...
Me haces falta... ¡un trato quiero proponerte!

Matanzas, pillaje, robo, eso no es nada,
y es la recompensa la bolsa colmada.
Un barril de plata y otro de oro, ¿ves ?
¿Aceptas ser nuestro compañero pues?»

Juan siente algo raro en su pensamiento,
finge buen humor y dice al momento:
«¡Venga acá esa mano, acepto! Es ahora
de mi fea vida la más bella hora.»

Dice el jefe: «Sea más hermosa aún:
hagamos, amigos, un brindis común;
vino de los curas tenemos de sobra,
¡el jarro hasta el fondo, manos a la obra!»

Y el fondo a los jarros vieron: tiesa y presa
la razón hundida quedó en sus cabezas;
Juan ha sido el único en beber con tino,
sólo breves sorbos tomaba del vino.

El vino les trae sueño a los ladrones...
Juan así cumplidas ve sus intenciones.
Cuando los bandidos se tumban allí
a diestra y siniestra, sermonea así:

«¡Buenas noches!... ¡Nadie los despertará
sino las trompetas del juicio final!
A muchos cegaron la luz de su vida,
una noche eterna les dejó prendida.

¡Y ahora el barril con tesoros llena
mi morral, que llevo a mi amada Elena!
No te hará su esclava tu madrastra cruel,
tú serás mi esposa; yo, tu esposo fiel.

Mi casa en el centro de la aldea haré,
mi hermosa casada, y a ti la daré;
seremos felices allí, Dios lo quiso,
como Adán y Eva en el Paraíso...

Mas, ¿qué estoy diciendo? Si acaso les quito
a estos ladrones su oro maldito,
¿no irá en las monedas la sangre a raudales?
¿Ser feliz y rico con tesoros tales?

No, no puedo hacerlo... no tocaré nada,
mi conciencia limpia no será manchada.
¡Dulce Elena, sigue con tu peso atroz
y tu vida huérfana encomienda a Dios!»

Cuando Juan termina de hablar, enseguida
saca de la casa la vela encendida,
enciende los cuatro ángulos del techo,
se propaga el fuego veloz trecho a trecho.

Se hace en un abrir y cerrar de ojos
una sola llama que al cielo sus rojos
brazos lanza, en sombras se ve el firmamento
azul, palidece la luna al momento.

La insólita lumbre se propaga alta
y al búho, al murciélago, su ardor sobresalta;
el susurro de alas desplegadas cunde
y entre frondas de árboles tranquilos se hunde.

Las ruinas humeantes mira el sol naciente
y por las ventanas ve su rayo ardiente
dentro de la casa, entre los rincones,
negros esqueletos: los de los ladrones.


7

Juan ya ni pensaba en la ladronera,
más de siete veces siete países viera;
de repente algo ante él centelleó:
brillan sobre armas los rayos del sol.

Hay allí soldados, húsares gallardos,
el sol a sus armas arroja sus dardos;
y bajo ellos piafan los caballos bellos
sacudiendo crines de suaves destellos.

Al ver Juan que se hallan a muy corto trecho,
su corazón casi no cabe en su pecho,
pues piensa: «Si aceptan que vaya a su lado,
¡con qué gusto fuera yo también soldado!»

Cuando los soldados se acercaron más
dijo a Juan el jefe: «¡Cuidado, o te vas
a pisar, paisano, tu propia cabeza!...
¿Por qué diablos andas con tanta tristeza?»

Juan clama exhalando un suspiro hondo:
«Soy el fugitivo del mundo redondo;
si uno más de ustedes pudiera yo ser
podría al sol brillante cara a cara ver.»

«¡Paisano - habló el jefe -, lo debes pensar!
No vamos de fiesta, vamos a matar.
Ha embestido el turco al pueblo francés;
marchando en su ayuda ahora nos ves.»

«Entonces de un salto aun más quisiera
montar a caballo e ir a la carrera;
para mí la guerra deseable es así:
o mato o me mata la tristeza a mí.

Hasta ahora al burro sólo he conocido,
pues pastor de ovejas mi trabajo ha sido.
Pero es mía, por húngaro, la cabalgadura,
creó Dios para el húngaro caballo y montura.»

Mucho Juan hablaba con lengua vibrante,
pero más decían sus ojos radiantes;
nada, pues, más lógico que le haya gustado
al jefe y que al punto lo hiciera soldado.

Un habla elocuente se precisaría
para contar todo lo que Juan sentía
con rojos calzones, capote flamante
y al sol exhibiendo su espada brillante.

Salta hacia los astros su caballo airoso
cuando Juan de un salto se monta fogoso,
mas como una estaca él queda montado
y ni un terremoto lo hubiera tumbado.

Uno más que otro, cada compañero
admira su fuerza, su porte guerrero,
y a menudo, al irse luego de acampar,
lloran las muchachas al verlos marchar.

En cuanto a muchachas, entre las que vio
ninguna de ellas a Juan le gustó,
pues aunque por muchas tierras anduviera
no halló quien a Elena igualar pudiera.


8

Andaba el ejército, así llega al centro
mismo de Tartaria; sale allí a su encuentro
un peligro enorme: tártaros feroces
con testas de perro se acercan veloces.

El príncipe tártaro, igual que una fiera,
saluda a los húngaros de esta manera:
«¿Cómo a nuestras fuerzas osan enfrentar
si la carne humana es nuestro manjar?»

El susto a los húngaros les corta el resuello:
había mil tártaros por cada uno de ellos;
por suerte anda cerca el rey de la nación
de los negros, que es de buen corazón.

Pronto por los húngaros él toma partido
porque por Hungría viajando había ido
y el pueblo de Hungría, de buen corazón,
con él muy honesto fue en esa ocasión.

No olvidó el rey negro, y por eso sale
en defensa de los húngaros leales,
y al príncipe tártaro, que su amigo es,
para apaciguarlo le dice a la vez:

«¡Da paz a este ejército, mi querido amigo,
no ha de hacerte daño, de eso soy testigo,
pues yo al pueblo húngaro muy bien conocí,
compláceme y déjalos cruzar tu país!»

«Para complacerte sea así ordenado»,
el príncipe tártaro dice apaciguado,
y un salvoconducto incluso les da
por que sin tropiezos puedan avanzar.

Y aunque nadie entonces maltratos les diera,
mucho se alegraron junto a la frontera.
Y cómo no, si este país pobre y ruinoso
no da más que higos y carne de oso.


9

Tartaria, comarca muy accidentada
ve ya desde lejos a la tropa armada
muy dentro de Italia, en las espesuras
de romeros, bajo sus sombras oscuras.

Allí nada extraño pasó a nuestras gentes,
sólo la batalla con frías corrientes,
ya que hay en Italia nieve y hielo eterno;
los nuestros marchaban cruzando el invierno.

Mas tienen los húngaros el carácter fuerte,
capaz de vencer el frío y la muerte;
al sentir el frío bajan con premura
y llevan al hombro la cabalgadura.


10

De este modo a tierra polaca llegaron,
y desde Polonia la India alcanzaron;
son Francia y la India países vecinos,
pero no es entre ellos alegre el camino.

Al centro de la India hay sólo colinas,
pero cada una más alta se empina,
y ya en la frontera de los países, saltan
hasta el cielo mismo las montañas altas.

Sudaba el ejército por la caminata,
quitándose iban jubón y corbata...
¡Cómo no!, si sobre sus cabezas ya
a una hora de marcha el sol sólo está.

Otra cosa que aire no había de comer;
pero de tan denso se podía morder.
También era raro cómo hallar bebida:
su sed la calmaban nubes exprimidas.

La cima alcanzaron; tal calor había
que sólo de noche marchar se podía.
Y otro gran obstáculo: chocando con ellas,
los caballos daban contra las estrellas.

Y como entre estrellas la tropa anduviera,
iba cavilando Juan de esta manera:
«Si una estrella cae, dicen, la caída
en la tierra apaga de alguien la vida.

Tienes, bruja infame, suerte sin igual:
yo no sé qué estrella es de cada cuál;
ya tú a mi paloma no torturarías,
porque yo tu estrella abajo echaría.»

Después descendieron montes y laderas,
cada vez más bajas las montañas eran;
el calor tremendo poco a poco cesa
al ir adentrándose en tierra francesa.


11

Región hermosísima la de los franceses,
todo un Paraíso, Canaán con creces,
por eso a los turcos fue tan codiciada,
la atacaron para dejarla arrasada.

Cuando al país lograron llegar los magiares
los turcos saqueaban lo mejor; de altares
robaron tesoros en las abadías,
todas las bodegas dejaron vacías.

Se veían llamas, ciudades ardientes,
sufrió su degüello quien les hizo frente,
hasta arrebataron al rey su castillo
y a su única hija raptaron los pillos.

Así al rey francés vio la gente nuestra,
en su tierra huyendo a diestra y siniestra;
los húsares húngaros al ver su aflicción
derramaron lágrimas de gran compasión.

El rey fugitivo les habla apenado:
«Amigos, ¿no es éste deplorable estado?
Eran mis tesoros cual los de Darío
y hoy en la miseria lucho sin lo mío.»

Por consuelo el jefe responde a sus preces:
«¡Majestad, no sufra, rey de los franceses!
Las mil y una noches pasará esa gente
por osar tratarlo tan indignamente.

Hoy descansaremos, el camino andado
fue muy largo, estamos un poco cansados.
Pero en la mañana, al sol alumbrar,
tu país saldremos a reconquistar.»

«¿Y mi pobre hijita?», se lamenta el rey,
«¿a mi pobre hijita dónde la hallaré?
Me la robó el jefe de los otomanos...
Quien la traiga puede contar con su mano.»

Al ejército húngaro esto estimuló,
vibró de esperanza cada corazón.
Cada uno hace suya la querella:
«Voy a recobrarla o a morir por ella.»

Juanito Mazorca quizá único fuera
en no dar oído a lo que dijera;
porque en su cabeza rondaba otra cosa:
recordaba sólo a su Elena hermosa.


12

El sol como siempre se alzó al día siguiente,
mas no tales cosas cualquier día siente
como las que viera y oyera al poner
en el ancho borde de la tierra el pie.

Suena la trompeta tocando a rebato
y todos se ponen en pie de inmediato;
afilan sus sables de acero cual rayos
y después ensillan presto los caballos.

Con toda la tropa quiere el rey marchar,
ir con los soldados y juntos luchar;
pero de los húsares el jefe prudente
da al rey el sensato consejo siguiente:

«¡Oh no, rey clemente! Quédate tú atrás,
para luchar débiles son tus brazos ya;
nada pudo el tiempo contra tu valor,
pero ¿de qué vale si tu fuerza hurtó?

Tu causa confíanos después de a Dios; yo
y todos juramos que al ponerse el sol
sobre el enemigo sabremos triunfar
y de nuevo el trono podrás ocupar.»

Y presto a caballo montaron, partieron
en busca del turco rapaz; no tuvieron
que buscarlo mucho, muy pronto lo hallaron
y con un enviado guerra declararon.

Vuelve el enviado, la trompeta suena,
la lucha en estruendo se desencadena;
gargantas que rugen, acero que embate,
son para los húngaros señal de combate.

Y pican espuelas: los cascos marciales
el suelo golpean igual que atabales,
o tal vez la tierra, corazón latente,
se asusta ante el grave peligro inminente.

Jefe de los turcos, el bajá de siete
colas de caballo, en su panza mete
un barril enorme; bebe tanto vino
que su nariz roja parece un pepino.

De las tropas turcas el jefe ventrudo
dispone a su ejército al combate rudo;
y cuando los húsares húngaros atacan
sus soldados quedan firmes como estacas.

Pero no era juego la dura contienda,
hubo al poco rato confusión tremenda,
sudaban los turcos sangriento sudar:
se hizo el verde prado rojísimo mar.

¡Ay, Dios!, sí que ha sido candente este día,
montes de cadáveres turcos se veía.
Pero el bajá enorme aún vive y avanza
y apunta a Juanito Mazorca su lanza.

Juanito Mazorca no lo tira a broma
y diciendo esto el ataque toma:
«¡Tú eres demasiado grande para ser
un hombre, compadre, dos de ti yo haré!»

Lo dijo y lo hizo, partió al bajá en dos,
a diestra y siniestra el pobre cayó
del caballo lleno de sudor al pie,
así su excelencia del mundo se fue.

El cobarde ejército turco al mirar eso
vuelve las espaldas y a correr en grueso,
corren, corren, puede que aún galoparan
si acaso los húngaros no los alcanzaran.

Pero los alcanzan: los sables tremolan,
cortan las cabezas cual las de amapolas.
Ya sólo uno huye a matacaballo,
Juanito Mazorca tras él va cual rayo.

Es el que galopa hijo del bajá,
se ve en su regazo que algo blanco va.
Lo blanco es la hija del rey francés, nada
sabe de sí misma, pues va desmayada.

Mucho Juan galopa, pero al fin lo alcanza,
«¡Por tu Dios, detente!», le grita y avanza,
«párate o una puerta en tu cuerpo haré
y al infierno tu alma vil podrá correr.»

Mas no hubiera el hijo del bajá parado
si no es que el caballo cae desplomado
bajo él. Rindió su alma, y al ver cómo está
le dice el cobarde hijo del bajá:

«¡Héroe de alma noble, hazme gracia tú!
Aunque sólo sea por mi juventud,
me gusta vivir, dame una salida...
¡Toma mi fortuna, déjame la vida!»

«¡Guarda tu fortuna, cobarde villano,
que tú no mereces morir por mi mano!
Lárgate y que sepa tu patria por ti
sus hijos ladrones qué hallaron aquí.»

Baja del caballo, da un paso hacia la hija
del rey y en sus ojos la mirada fija;
ella en ese instante los abre y sonrientes
sus labios pronuncian las frases siguientes

«¡Mi libertador! Yo quién eres tú
no pregunto. Digo que mi gratitud
hacia ti es enorme. Todo por ti haré,
y si lo deseas, tu esposa seré.»

Agua en vez de sangre no tiene en las venas
Juan, qué gran batalla en su pecho truena;
pero recordando a su Elena acalla
en su corazón la enorme batalla.

Dice amable a la hija del rey, a la hermosa:
«Vamos con tu padre primero, mi rosa.
Allí ya veremos con más calma el caso.»
Y echa a andar tras ella con muy lento paso.


13

La hija del rey y Juan a buen paso
al campo de lucha llegan al ocaso.
Ve el último rayo del sol en su viaje
con sus ojos rojos el cruento paisaje.

No ha visto otra cosa que muerte sangrienta,
cuervos en ejército de muertos dan cuenta;
no le da placer tal cosa mirar
y baja por ello al fondo del mar.

Muy cerca del campo un gran lago había
que aguas puras, rubias, límpidas tenía.
Pero ahora es rojo: sangre de otomanos
dieron a sus aguas las húngaras manos.

Acompañan, luego de haberse lavado,
al rey al castillo todos los soldados;
no lejos del campo de batalla es...
y hasta allá van todos con el rey francés.

No bien el ejército al castillo entra,
Juanito Mazorca llega y los encuentra.
La princesa al lado de él resplandece:
arco iris brillante que entre nubes crece.

Cuando a su hija el viejo rey ve, se extasía,
se arroja en sus brazos, tiembla de alegría,
después de colmarla de besos ardientes
de sus labios puede brotar lo siguiente:

«Mi felicidad ya es completa; quiero
que alguien vaya y llame pronto al cocinero,
que lo mejor haga para convidar
a estos, mis guerreros bravos, a cenar.»

«Mi rey, no hace falta mandarlo llamar»,
junto al rey a alguien se oye chillar.
«Ya rápidamente todo he preparado,
puesta está la mesa en la sala al lado.»

Las palabras dichas por el cocinero
gratas a los húsares húngaros les fueron,
mucho no se hicieron rogar y al momento
ante ricas mesas tomaron asiento.

Tal como a los turcos trataban cruelmente,
a finos manjares les clavan el diente;
no es de extrañar, hambre quedó a los guerreros
tras de la batalla que libraron fieros.

El jarro da vueltas de aquí para allí,
entonces a todos el rey dice así:
«Prestadme atención, guerreros triunfantes,
pues he de deciros cosas importantes.»

Los húsares húngaros se callan atentos
para que el rey haga sus pronunciamientos;
el rey bebe un trago, tose, se rehace
y rompe el silencio diciendo esta frase:

«Ante todo, dime tu nombre, soldado,
valiente guerrero que a mi hija has salvado.»
«Juanito Mazorca es, si bien se piensa
suena campesino, mas no me avergüenza.»

Juanito Mazorca así respondió,
después de este modo le habló el rey: «Ya no
será ése tu nombre: pues alto es tu fin,
aquí te bautizo Juan el Paladín.

Fiel Juan Paladín, escúchame bien:
ya que a mi hija amada has salvado, ven,
que sea tu esposa y ambos por igual
ocupen unidos mi trono real.

Sentado en él mucho tiempo yo he vivido,
allí he envejecido, allí he encanecido,
las cargas reales muy pesadas son
y del trono abdico por esta razón.

La real corona coloco en tu frente,
en vez de su brillo quiero solamente
en este castillo un cuarto en que pueda
vivir por el poco tiempo que me queda.»

Ante estas palabras del rey han quedado
los húsares todos muy maravillados.
Juan el Paladín mucho agradeció
el discurso afable con humilde voz:

«Gracias por la buena voluntad, Señor,
pero no merezco tal bondad ni honor;
debo al mismo tiempo aquí declarar
que don semejante no puedo aceptar.

Contar debería una larga historia
para que comprendan no asumir tal gloria;
mas temo aburrirlos, no quise jamás
yo ser importuno hacia los demás.»

«Habla, hijo, vamos a escucharte; en vano
te preocupas, habla.» Así el noble anciano,
el buen rey de Francia, alentaba a Juan,
y el Paladín dijo lo que aquí verán:


14

«¿Cómo empezar?... Ante todo, ¿cómo ha sido
el nombre Mazorca el que he conseguido?
Me hallaron un día dentro de un maizal,
por eso Mazorca es mi nombre actual.

La buena mujer de un agricultor
- como muchas veces ella me contó -
fue al maizal un día y me halló tendido
en medio de un surco, solo y desvalido.

Chillaba muchísimo, se apiadó de mí,
me tomó en sus brazos y pensaba así
mientras iba a casa: «Criaré al pobre mijo,
de todas maneras yo no tengo un hijo.»

Pero sí tenía un marido bruto
y el caso no le hizo gracia en absoluto,
comenzó a echar pestes en cuanto me vio.
La buena mujer así le amansó:

«Basta de agredirlo, padre. ¿Cómo hubiera
podido dejarlo que allí se perdiera,
de qué modo entonces podría esperar
la misericordia de Dios alcanzar?

Y no será inútil, usted es granjero,
tiene buena finca, bueyes y carneros,
y tan pronto crezca el don del Señor
no habrá que emplear peón o pastor.»

De un modo o de otro por fin consintió,
mas con buenos ojos nunca me miró.
Cuando no muy rectos iban mis asuntos
una buena tunda me endilgaba al punto.

A trabajo y golpes pude así crecer
y tuvo mi vida muy poco placer;
el único, luego de mi ardua tarea:
una bella y rubia niña de la aldea.

La madre a la tumba muy temprano fue
y su padre entonces tomó otra mujer;
pero al poco tiempo el padre murió
y con la madrastra sola ella quedó.

Esta niña ha sido mi dicha, mi rosa,
sola flor que tuvo mi vida espinosa.
¡Cuánto la admiré, la amé de mil modos!
Nos decían «los huérfanos de la aldea» todos.

Desde que era niño, si verla podía,
el verla por nada yo lo cambiaría;
¡qué alegre el domingo poderla encontrar
y entre otros niños con ella jugar!

¡Y aun más cuando era yo ya un mocetón
y empezó el latido de mi corazón!
¡Cuando la besaba, en lo más profundo
hubiera podido por mí hundirse el mundo!

Su infame madrastra maltratos mil veces
le daba. ¡Perdón de Dios no merece!
Quién sabe qué cosas le hiciera si acaso
con mis amenazas no freno su brazo.

También mi destino siniestro se hizo
tan pronto enterramos a la que me quiso
desde que me hallara allí en el maizal
y para mí fuera madre sin igual.

En toda mi vida mi corazón fuerte
a menudo lágrimas no vertió ni vierte,
mas donde reposa mi madre adoptiva
cayeron mis lágrimas como lluvia viva.

Tampoco mi Elena, la rubia hermosa,
fingía aquel llanto cayendo en su fosa;
¿cómo no?, si aquella buena alma de Dios
siempre como pudo a ella protegió.

Varias veces dijo: «¡Esperen con fe,
hijos míos, pronto yo los casaré!
¡Pronto una pareja habrán de formar,
muy pronto, hijos míos, pero hay que esperar!»

Y mucho esperamos con ansia en el pecho,
porque ella seguro que lo hubiera hecho
(pues siempre cumplía lo que prometía)
si a la tierra fría no bajara un día.

Junto con su vida, la muerte siniestra
quebró para siempre la esperanza nuestra:
y sin esperanza seguimos, no obstante,
amándonos ambos lo mismo que antes.

Pero otra fue la alta voluntad de Dios,
ni esta triste dicha nos dejó a los dos.
Un día el rebaño perdí por azar
y mi amo por ello me echó del lugar.

Adiós dije entonces a mi dulce Elena
y eché a correr mundo con mi amarga pena.
A lo largo y ancho del mundo he rodado
hasta que por fin me hice soldado.

Nunca dije a Elena que el fiel corazón
no entregara a otro, ni ella me pidió
que fiel yo le fuera: de tanto querer
los dos bien sabemos que lo hemos de ser.

Por eso, perdona, mi princesa hermosa,
si no es a mi Elena no hay ninguna cosa
a la que en el mundo dé el amor que di,
aun cuando la muerte se olvide de mí.»


15

Juan el Paladín su historia acabó:
de todos latía fuerte el corazón;
cubierta de lágrimas está la princesa,
cuya fuente han sido compasión, tristeza.

Así estas palabras le dirige el rey:
«A casarte entonces no te forzaré;
mas por gratitud lo que quiero darte
eso sí a aceptarlo no podrás negarte.»

Abre su tesoro al punto el monarca,
saca un mozo a su orden oro de las arcas
y llena el más grande sacón con presteza,
Juan nunca había visto tamaña riqueza.

«Salvador de mi hija, Juan el Paladín»,
dice el rey, «tu hazaña recompenso así.
Llévate este saco lleno y que tu vida
muy feliz te sea con tu prometida.

Quiero retenerte, sé que no querrías,
junto a tu paloma ahora estar ansias,
ve pues; mas los tuyos quédense unos días,
podrán divertirse con gran alegría.»

Como el rey ha dicho, Juan el Paladín
junto a su paloma quiere estar al fin.
Dice: «Adiós, princesa», lleno de emoción,
va al mar y se embarca luego en un galeón.

El rey y el ejército con él va allí,
mil veces «Buen viaje» les oye decir,
sus ojos lo siguen hasta que sombría
la niebla lo envuelve en la lejanía.


16

Juan el Paladín viaja en el galeón,
la vela tremola al viento zumbón,
pero el pensamiento más rápido es,
nada su camino puede entorpecer.

Y es el pensamiento de Juan algo así:
«¡Oh Elena, hermoso ángel al que el alma di!
¿Sospechas tú ahora la felicidad
que con sus tesoros tu novio traerá?

A casa regreso para al fin lograr
ser una pareja tras tanto bregar,
seremos dichosos y ricos sin duda;
de nada ni nadie hará falta ayuda.

A mi amo, aunque no era su trato el mejor,
a pesar de eso, no guardo rencor.
Y en verdad la causa de mi suerte él es:
cuando llegue a casa yo lo premiaré.»

Juan pensó eso, varias veces lo pensó
mientras avanzaba veloz el galeón;
pero estaba aún lejos Hungría la bella,
porque Francia queda lejana de ella.

Una vez paseaba Juan en el galeón,
iba entre dos luces. La tripulación
oye al timonel: «Es rojo violento
lo bajo del cielo: puede que haya viento.»

Pero Juan no atiende, a volar empiezan
bandas de cigüeñas sobre su cabeza;
llegaba el otoño: en su travesía
de su patria chica seguro venían.

Las siguió su vista añorando buenas
noticias que ellas le dieran de Elena,
de su bella Elena y de su adorada
patria que hace tanto no ve su mirada.


17

Según el pronóstico, al día siguiente
el viento se alza con furia creciente,
sollozan las olas revueltas del mar
al rugir el látigo de la tempestad.

El pánico cunde en los tripulantes
como ocurre ante vientos semejantes.
Todo esfuerzo es vano, tan fiero ciclón
no parece apenas brindar salvación.

Vienen nubes densas, se encapota el mundo,
la tempestad lanza sus truenos profundos,
zigzaguean relámpagos, caen por doquier;
un rayo hace añicos el buque al caer.

Pedazos del buque por el mar se van
y arrastran cadáveres. Pero a nuestro Juan
¿qué suerte le toca? ¿También a él airadas
le arrastran acaso olas desalmadas?

Tampoco él muy lejos se halla de la muerte,
mas le extiende el cielo, protector y fuerte,
su mano y lo libra con destreza suma
para que no sea su ataúd la espuma.

Lo arrastran las aguas a lo alto, y él sube
tanto que ya toca las franjas de nubes;
y Juan de repente entonces atrapa
con la mano un rabo de nube que escapa.

Se aferra a la nube, huir no la deja,
cuelga con esfuerzo, pero en él no ceja
hasta que ella alcanza la orilla del mar
y sobre una roca se puede parar.

Primero dio gracias a Dios porque hubiera
salvado su vida de esta manera;
no le importa haber perdido el tesoro,
importa la vida, más cara que el oro.

Después mira en torno de donde ha caído
y no ve otra cosa que un grifo en su nido.
El grifo alimenta su cría reciente,
a Juan una idea le viene a la mente.

Furtivo y despacio hasta el nido va,
de golpe en el pájaro montado ya está,
pica sus espuelas en ambos costados,
vuela el corcel-pájaro por montes y prados.

Si hubiera podido, el pájaro habría
derribado a Juan, pero no podía,
porque nuestro héroe le corta el resuello
y abraza muy fuerte sus flancos y cuello.

Y Dios sabe cuántos países su vuelo
cruza hasta que un día, al ver en el cielo
cómo el primer rayo que al alba clarea
da justo en la torre que hay en su aldea.

¡Santo Dios!, y cuánto alegra eso a Juan,
colmados de lágrimas sus ojos están;
el pájaro grifo cansado del vuelo
cada vez planea más cerca del suelo.

Y sobre un montículo al fin se posó,
casi sin aliento; Juan de él se bajó
y se fue enseguida: en esos momentos
llenaban su mente hondos pensamientos.

«No traigo tesoros y no traigo oro,
mi fiel corazón es mi gran tesoro,
¡Y a ti eso te basta, mi preciosa Elena!
Sé que tú me aguardas entre duras penas.»

Con tal pensamiento la aldea recorre,
a él llega el ruido de un carro que corre;
corren carros, ruedan barriles, golpean:
para la vendimia se apresta la aldea.

No se fija en los que van a vendimiar,
ni lo reconocen a él al pasar;
a todo lo largo de la aldea pasa
pensando en Elena, llegar a su casa.

Tiembla ante el zaguán con gran emoción,
casi se detiene su respiración;
se abre al fin la puerta - mas no es su querida
Elena, la gente le es desconocida.

«Quizás me equivoqué », piensa para sí
y pestillo en mano ya va a irse de allí...
«¿A quién usted busca?», le pregunta afable
una muchachita bonita y amable.

Juan dice a quién busca... «¡Válgame, señor,
qué rojo se ha puesto del sol! Por favor,
lo cierto es que apenas le he reconocido»,
dice la muchacha al recién venido.

«Que Dios lo bendiga, pero pase usted,
en la casa todo se lo contaré.»
Hace entrar a Juan, le busca acomodo,
y a su lado entonces habla de este modo:

«¿No me reconoce? Puede ser que no.
Pues de los vecinos la hija soy yo.
A casa de Elena venía seguido...»
«Pero diga, ¿Elena a dónde se ha ido?»

Juan con su pregunta corta a la doncella,
se colman de lágrimas los ojos de ella.
«¿Que dónde está Elena?», responde ella ahogada.
«¡Pobre Juan!... Elena... reposa enterrada.»

Habría tal golpe a Juan derribado,
caería de tanto dolor desmayado;
sólo tocó el triste corazón deshecho
como si arrancara el dolor del pecho.

Siguió un rato rígido Juan sentado allí,
como despertando, después habla así:
«Diga la verdad, ¿es que se ha casado?
Mejor sea eso que lo que ha contado.

Entonces al menos la vería otra vez,
recompensa dulce aunque amarga es.»
Pero ve en la cara que mira anhelante
que no era mentira lo que dijo antes.


18

Juan se echa en la mesa, como un manantial
abundantes lágrimas derrama a raudal,
habla en su dolor tan entrecortado
como si las lágrimas hubieran hablado:

«¿Por qué no en la guerra caí entre el tronar?
¿Por qué no encontré mi tumba en el mar?
¿Por qué vine al mundo, por qué si el dolor
me envió su rayo con todo su horror?»

Cesó en su tortura el dolor por fin,
como adormecido por tanto trajín.
«¿De qué mal ha muerto mi paloma?, ¡di!»
Y la muchachita le responde así:

«Muchos males tuvo la pobre criatura,
mas fue su madrastra la peor tortura;
aunque pagó caro por su canallada,
pues a fin de cuentas se quedó arruinada.

Lo nombraba Elena a usted muy seguido,
su último suspiro para usted ha sido:
"Que Dios te bendiga, Juan mío, como hoy
y siempre, en el otro mundo tuya soy."

Partió de este mundo de sombras así;
su tumba no queda muy lejos de aquí.
Muchos habitantes de la aldea fueron
con ella y a mares lágrimas vertieron.»

Cuando él se lo pide, la muchacha buena
lleva a Juan a ver la tumba de Elena;
le deja allí solo, como derrumbado
se recuesta lánguido al túmulo amado.

Recuerda los bellos tiempos del ayer
cuando el corazón de ella sentía arder,
corazón y rostro - y hoy la fría tierra,
ya helados, marchitos, su calor encierra.

Se ha puesto el rescoldo del sol encarnado,
la pálida luna su puesto ha ocupado;
las sombras de otoño, tristes y cambiantes,
Juan ve al despedirse de allí vacilante.

Mas vuelve. En el túmulo, sencillo y juncal
florece un hermoso y humilde rosal.
Arranca una flor y dice al marchar:
«Florecilla huérfana, supiste brotar

tú de sus mortales restos, sé mi fiel
compañera errante por el mundo cruel;
hasta el fin del mundo seré peregrino
y acabe la ansiada muerte mi camino.»


19

Tiene en su vagar Juan dos compañeros:
uno, la tristeza con sus dientes fieros;
el otro, su sable, que lleva envainado
y la sangre turca de herrumbre ha llenado.

Por rumbos inciertos con ellos dos vaga,
muchas veces brilla la luna y se apaga,
se cambia el invierno por la primavera
y habla a su tristeza Juan de esta manera:

«¡Cuándo has de cansarte, tristeza insaciable,
de hacer tu tortura sobre mí implacable!
No en vano te ensañes, no me has de matar;
vete y tal vez halles un mejor hogar.

Sé que no has de ser tú quien me dé muerte,
hallaré otra cosa que me dé esa suerte:
las vicisitudes, que conmigo irán,
quizás la anhelada muerte me darán.»

Y adiós la tristeza, que sólo volvió
a posarse a veces en su corazón,
pero pasajera, presa en sus entrañas,
poniendo una lágrima sobre sus pestañas.

Más tarde a las lágrimas cuentas ajustó,
sólo la azarosa vida le quedó;
la lleva, la lleva a un bosque cerrado
y al entrar en él ve un carro parado.

Es un alfarero el dueño del carro
que está hasta los ejes hundido en el barro;
fustiga al caballo el pobre alfarero,
pero el carro dice: de aquí no me muevo.

«Buenos días tenga», dice Juan; con ira
brillando en los ojos el hombre lo mira
y con desagrado dice: «Para mí
no, no es un buen día... para el diablo sí.»

«Mal humor tenemos», Juan dice al furioso.
«¿Qué otro, si el camino es tan pantanoso?
Fustigo al caballo todo el día y nada,
las patas parecen estar encoladas.»

«Yo puedo ayudarlo... pero diga, amigo,
¿dónde llegaré si esta senda sigo?»,
Juan dice y señala una senda estrecha
que cortando el bosque va por la derecha.

«¿Esa ? No la siga o se perderá,
no la siga, amigo... no le digo más.
En esa comarca viven los gigantes,
de allí nunca ha vuelto quien ha entrado antes.»

Dice el Paladín: «Eso se ha de ver.
Lo del carro ahora hay que resolver.»
Y asiendo las varas se aferró del carro
y como en un juego lo arrancó del barro.

Boca y ojos grandes tiene el alfarero,
pero a tanto asombro pequeños le fueron;
cuando cobra aliento, gracias quiere dar,
pero Juan al bosque ya ha ido a parar.

Llega al poco rato nuestro héroe andante
a la tremebunda tierra de gigantes.
Un arroyo rápido corre en la frontera,
pero por un río lo toma cualquiera.

A la orilla se halla parado un guardián,
y para mirarlo a los ojos, Juan
tiene que empinar tan alto la cara
como si una torre inmensa mirara.

Al guardián gigante, que lo ve llegar,
lo mismo que un trueno se le oye bramar:
«Un hombre en la hierba, si es que bien se ve;
tendré que pisarte, pues me pica el pie.»

Mas cuando el gigante lo hubiera pisado,
sobre su cabeza Juan el sable ha alzado,
lo pisa el gigante, grita, se marea,
cae y con estruendo el agua golpea.

«Justamente eso quería de ti»,
piensa de inmediato Juan el Paladín:
y al pensarlo corre, corre velozmente
cruzando al gigante lo mismo que un puente.

No logra el gigante aún salir fuera
cuando Juan alcanza la otra ribera;
ya allí, cimbra el sable y un tajo brutal
le abre al gigante en la cervical.

El guardián ya nunca más se levantó
a cuidar el sitio que se le confió;
la luz de sus ojos un eclipse apaga
y él espera en vano que la luz se haga.

Por su cuerpo corre el arroyo presto,
rojas de su sangre las olas se han puesto.
¿Y Juan, tiene buena suerte nuestro Juan?
Esperen un poco, pronto lo sabrán.


20

Juan cada vez más entra al bosque; a veces
se para: su asombro paso a paso crece,
porque en ningún sitio había visto antes
lo que ve en el vasto país de los gigantes.

Árboles tan grandes encuentra al entrar
que sus topes nadie logra vislumbrar,
y cada hoja tiene tal enormidad
que para un tabardo basta la mitad.

Mosquitos tan grandes que en cualquier lugar
habrían podido por bueyes pasar
vuelan en ejércitos hacia Juan, que enfrenta
la turba y su sable de ellos da cuenta.

¡Válgame Dios, grandes sí son las cornejas!
Ve una en un árbol sentada y semeja,
a más de dos leguas, sin temor a engaño,
una inmensa nube por su gran tamaño.

De asombro en asombro va Juan. Imponente
ante él algo oscuro se alza de repente.
El castillo enorme del gran rey gigante
es la mole oscura que tiene delante.

No miento, el portón tan grande es, tanto
que... bien, ni yo mismo puedo decir cuánto,
pero imaginarse pueden que su dueño,
como buen gigante, no hace uno pequeño.

Pues Juan llega y piensa: «Ya lo vi por fuera,
veamos por dentro.» Sin pensar siquiera
que pasar pudiera un buen sofocón,
del palacio enorme traspasa el portón.

¡Sí había qué ver! Los Dios sabe cuántos
hijos del rey y él están almorzando.
Pero no adivinan qué llena sus bocas.
¿No lo adivinaron? Pues no más que rocas.

Cuando el Paladín entra en el lugar
no apetece mucho el raro manjar;
pero el rey gigante, de buen corazón,
a almorzar lo invita con fina atención:

«Ya que estás aquí, juntos almorcemos,
y si tú no tragas, pues te tragaremos;
acepta, o sazona tu cuerpo hecho trizas
nuestro almuerzo insípido; así que ¡de prisa!»

Esto el rey gigante dice de manera
que Juan no por broma tomarlo pudiera;
por eso responde afable y calmado:
«No estoy a este almuerzo muy acostumbrado;

mas si lo desean, lo haré, ¿por qué no?
Con ustedes pues he de almorzar yo,
pero si es posible, una cosa quiero:
un pedazo chico sírvanme primero.»

Quiebra el rey la roca y le alcanza un trozo
de unas cinco libras diciendo gozoso:
«Aquí tienes ñoquis, luego habrá también
albóndigas, pero mastícalo bien.»

«¡Tú has de masticarlo, es tu día de suerte,
porque hasta los dientes habrás de comerte!»,
grita Juan con ira y veloz cual flecha
arroja la piedra su mano derecha.

La piedra da al rey tan duro en la frente
que al punto los sesos brotan en torrente.
«¡Para que me brindes roca en vez de pan,
ya te atragantaste!», echa a reír Juan.

Y tanto lamentan la mísera muerte
del rey los gigantes que lloran muy fuerte...
Pero cada lágrima puede equivaler
a un barril de agua echada a correr.

A Juan el más viejo dice: «¡Rey, señor,
piedad de nosotros, danos tu favor!
Te consideramos nuestro rey más bravo,
mas no nos maltrates, ¡somos tus esclavos!»

«Nuestro afán común dice nuestro hermano,
¡piedad de tus siervos, nuestro soberano!»
Así le suplican los demás gigantes,
«Somos tus esclavos de hoy en adelante.»

Juan responde: «Acepto esa devoción
de ustedes, mas pongo una condición:
no puedo quedarme, tengo que seguir,
voy a nombrar a alguien en lugar de mí.

Cualquiera que sea, para mí da igual.
Sólo les exijo un don especial:
que si me hace falta, y de ello den fe,
se presenten todos en donde yo esté.»

«Mi señor clemente, toma este silbato
y en cuanto nos llames allí al poco rato
estaremos», dice el viejo gigante
y entrega el silbato a Juan al instante.

El silbato guarda Juan en su morral
pensando orgulloso en su lid triunfal,
y entre parabienes y vivas tonantes
emprende la marcha de entre los gigantes.


21

Cuánto tiempo anda mi saber no alcanza,
pero hay algo cierto: mientras más avanza
más oscuro el mundo se vuelve ante él
hasta darse cuenta de que ya no ve.

«¿Es noche o mis ojos la luz han perdido?»,
piensa el Paladín ante lo ocurrido.
Tienen luz sus ojos, no es noche, es que está
Juan en el país de la oscuridad.

No brillan estrellas ni sol en el cielo;
sólo a tientas puede Juan andar; el vuelo
de algo a veces sobre su cabeza siente,
parece el susurro de alas batientes.

Pero no son alas sino las jorobas
de brujas que vuelan en palos de escobas.
Mucho ha que el país de la oscuridad
es el de las brujas, su hogar allí está.

De su parlamento sesión allí tienen,
hacia medianoche cabalgando vienen.
Ahora se reúnen para la sesión
en el centro de esa oscura región.

Las acoge una honda cueva, hay un brasero
en medio de ellas; sobre él, un caldero.
La puerta al abrirse deja el fuego ver
y Juan de inmediato se dirige a él.

Ya todas las brujas reunidas están
cuando hasta la cueva llega nuestro Juan.
Mira por el ojo de la cerradura,
ve las cosas raras, las raras figuras.

Las brujas pululan, echan al caldero
cabezas de ratas, hierbas que crecieron
al pie de la horca, ojos, ranas, dientes
y colas de gatos, cráneos y serpientes.

¿Cómo enumerarlo todo? Pero Juan
pronto se da cuenta: la cueva en que están
es la residencia de las brujas. Siente
que una idea entonces le cruza la mente.

Busca su silbato que está en el morral
para a los gigantes junto a él llamar,
mas choca su mano contra algo, no ve
lo que es y se acerca para saber qué.

Eran las escobas juntas en el suelo,
sobre las que alzan las brujas el vuelo.
Las recoge todas y las lleva lejos
para que las brujas no hallen sus trebejos.

Vuelve y da un pitazo y en sólo un instante
se materializan allí los gigantes.
«¡Adelante, irrumpan, muchachos, acción!»,
Juan ordena y ellos hacen su irrupción.

Pronto allí se arma la gran pelotera,
las brujas en tromba se lanzan afuera;
raudas, sus escobas salen a buscar,
pero al no encontrarlas no pueden volar.

Los bravos gigantes tampoco descansan,
cada uno a una bruja agarra y la lanza
con tal furia al suelo que quedan tiradas
lo mismo que tortas todas aplastadas.

Lo más asombroso del asunto es
que por cada bruja que muere se ve
despejarse el cielo y lenta se va
la sombra del reino de la oscuridad.

Ya el sol casi toda la comarca anega,
a la última bruja el turno le llega...
¿A quién reconoce Juan en esta hiena?
Pues a la madrastra de la bella Elena.

«¡De ésta yo me encargo!», Juan grita apremiante,
la saca de la ancha mano del gigante,
pero de sus manos escapa la vieja,
echa a correr, huye, ¡caramba!, se aleja...

«Vaya miserable, ¡agárrala pues!»,
Juan grita a un gigante. Y en un dos por tres
el gigante agarra a la vieja bruja,
la lanza a lo alto y en tierra la estruja.

Así hallan a la última bruja en el confín
de la aldea de nuestro Juan el Paladín;
y como allí odiaban todos a la vieja,
por ella no grazna ni aun la corneja.

Se calma el país de la oscuridad,
en vez de la eterna tiniebla hay sol ya,
Juan manda hacer una gran hoguera aprisa
y allí las escobas se vuelven ceniza.

Juan de los gigantes se despide al fin
y les recomienda leales seguir.
Ellos lo prometen y después se van
a la izquierda y hacia la derecha Juan.


22

Vagando va nuestro Juan el Paladín,
su corazón triste ya curado al fin,
pues cuando contempla la rosa en su seno
ya no es de tristeza su sentir sereno.

Puesta sobre el pecho él lleva la rosa
que arrancó en la tumba de su Elena hermosa,
algo dulce siente en su corazón
cuando lo ensimisma la contemplación.

Sigue así vagando. Declina el sol ya,
un rojo crepúsculo va dejando atrás;
también el crepúsculo del mundo se ausenta,
viene una menguante luna amarillenta.

Continúa andando Juan; cuando se va
la luna, cansado, en la oscuridad,
se tiende, en un túmulo la cabeza pone
y a pasar la noche allí se dispone.

Se duerme sin darse cuenta del lugar,
que es un cementerio donde ha ido a dar;
viejo cementerio: en lucha paciente
se enfrentan los túmulos al tiempo inclemente.

Llega medianoche, hora de leyendas,
los túmulos abren sus bocas horrendas,
salen de las tumbas y de las hoyancas
pálidos espectros en sábanas blancas.

Enseguida empiezan el baile y el canto,
bajo ellos el suelo palpita de espanto;
ni cantos ni bailes alteran el ceño
de Juan, nuestro héroe, que sigue en su sueño.

Al verlo, un espectro grita: «¡Un hombre vivo,
un vivo! Debemos llevarlo cautivo.
¿Cómo se ha atrevido a entrar al misterio
de nuestra comarca, nuestro cementerio?»

Todos los espectros van a él en tropel
y ya están en círculo alrededor de él,
ya extienden las manos... pero canta el gallo
y desaparecen todos de soslayo.

Al canto del gallo también Juan despierta,
le estremece el frío; las tumbas cubiertas
de hierbas agita un viento muy fino,
Juan se pone en pie y emprende el camino.


23

Juan va por la cumbre de un monte alto y siente
que le da en la cara el alba naciente.
Resulta hermosísimo lo que entonces ve,
se para y contempla el mundo a sus pies.

Ya la matutina estrella declina,
casi no ilumina su luz mortecina,
al cabo se esfuma como chispa al vuelo
cuando el sol brillante asciende en el cielo.

En carro dorado asciende esplendente,
las olas tranquilas mira afablemente,
que del mar parecen dormido zafir
y en el infinito espacio existir.

Aunque es llano el lomo del mar, en sus olas
hacen peces mínimos jaspeadas cabriolas
y al tocar el sol sus cuerpos brillantes
tiemblan cual la rosa del puro diamante.

Tiene un pescador su choza en la orilla;
es viejo, con barba hasta la rodilla,
sus redes al agua se apresta a lanzar,
Juan a él se acerca para preguntar:

«Si yo se lo pido, ¿puede usted, mi viejo,
llevarme hasta el otro lado del mar, lejos?
Pagara con gusto, mas todo he perdido;
si lo hace, estaré siempre agradecido.»

«Hijo, aunque tuvieras, nada necesito»,
le responde afable el buen viejecito.
«De este mar inmenso la profundidad
todo lo que me hace falta me lo da.

Pero ¿qué te trae por aquí? Este es
el mar de Operencia. Por eso a través
de él por ningún premio te puedo llevar,
no tiene principio ni fin este mar.»

«¿El mar de Operencia?», Juan grita, «ya sé,
más me atrae entonces; lo atravesaré,
llegue a donde llegue. Yo puedo este caso
resolver de un modo... sonaré un pitazo.»

Y suena el pitazo. En el mismo instante
ante él aparece veloz un gigante.
«¿Podrías vadear este mar, amigo ?»,
dice nuestro héroe, «pues hazlo conmigo.»

«¿Si puedo?», el gigante dice con asombro
y ríe, «pues claro, súbete en mi hombro;
así, y ahora agárrate bien de mi cabeza.»
Y apenas lo dice, a trotar empieza.


24

A Juan el gigante transporta sin tregua;
su pie a cada paso cubre media legua,
veloz como el rayo viaja tres semanas
y ni aun así alcanza la orilla lejana.

Entre la azul niebla de la lejanía
Juan la vista en algo fija alegre un día.
«Mira allí la orilla», dice, «allá delante.»
«No es más que una isla», responde el gigante.

«¿Qué isla?», Juan pregunta. «¿No la has conocido?
El país de las hadas, de él habrás oído.
Es el fin del mundo el país de las hadas.
El mar más allá se pierde en la nada.»

«Pues llévame allí, mi siervo leal,
porque anhelo verlo de forma cabal.»
«Yo puedo llevarte», contesta el gigante,
«mas tu vida corre peligro constante.

No es fácil entrar, es bueno que adviertas
que monstruos tremendos custodian las puertas...»
«Tú no te preocupes, llévame no más;
si puedo o no entrar, ya allí se verá.»

Hizo así al gigante que le obedeciera,
quien sin objeciones siguió su carrera,
lo dejó en la orilla; después, de su lado
partió a desandar el camino andado.


25

El primer portón del país de las hadas
cuidan tres indómitos osos de afiladas
uñas de una vara. Sin su fuerza ahorrar,
Juan logra en la muerte a los tres juntar.

Y piensa: «Con esto ya por hoy alcanza»,
en un banco entonces se sienta y descansa.
«Hoy descansaré en este rincón,
mañana me adentro hacia otro portón.»

Lo piensa y lo hace, al día siguiente
se acerca al segundo portón el valiente.
Pero allí le esperan más duras acciones,
hay de guardia tres salvajes leones.

Se lanza a las fieras valerosamente,
pero se defienden ellas brutalmente;
no obstante, su sable una y otra vez
relumbra y les corta la vida a los tres.

Lo enardece tanto el triunfo obtener
que ni aun descansa como lo hizo ayer:
se enjuga el sudor que mana abundante
y al tercer portón llega desafiante.

¡Dios mío! Allí sí hay un guardián horrendo;
al verlo se hiela la sangre. Es tremendo
el dragón-serpiente que cuida la puerta;
seis bueyes le caben en la boca abierta.

Si en cuanto a valor a Juan nada achica,
también es su mente ingeniosa y rica;
viendo que allí el sable no le ha de bastar,
busca otra manera de poder entrar.

Abre su gran boca el dragón-serpiente
para a Juan clavarle enseguida el diente;
¿y qué hace nuestro héroe en tal situación?
De un salto entra en la ancha boca del dragón.

Busca el corazón del dragón adentro,
lo halla y le clava su sable en' el centro.
Se desploma el fiero dragón enseguida
y gimiendo rinde su ya rota vida.

Mucho cuesta a Juan abrir una puerta
al duro costado de la bestia muerta.
Logra perforarlo al fin, y a la entrada
se ve del hermoso país de las hadas.


26

Al país de las hadas no asoma el invierno,
plena primavera da allí su oro eterno;
el sol no se pone ni sale, su albor
es un alba eterna de rojo fulgor.

En él hijos de hadas e hijas de hadas
son felices, siendo la muerte ignorada;
y no necesitan comida o licor,
viven de los dulces besos del amor.

No hay llanto o tristeza, pero a veces cría
en sus ojos lágrimas la inmensa alegría;
inundan las lágrimas la tierra y su amante
regazo, en lo hondo, las vuelve diamantes.

Y las hadas rubias su dorado pelo
esparcen en hilos debajo del suelo;
de estos hilos se hacen las vetas de oro
que alegran a gentes que buscan tesoros.

Trenzan arco iris con vivas miradas
de hijas de hadas los hijos de hadas;
cuando uno bastante largo ya han trenzado,
adornan el ámbito del cielo nublado.

Felices, en éxtasis de dulces rumores,
descansan las hadas en lechos de flores;
lleno de fragancias, el céfiro mece
su lecho hasta que ellas en él se adormecen.

Y el mundo que en sueños llega a sus miradas
es no más la sombra del país de las hadas.
Cuando el hombre abraza por primera vez
a una mujer, suyo este sueño es.


27

Juan entra al país lleno de emoción
y lo mira todo con admiración.
En sus ojos chispas da la luz rosada,
apenas él osa pasear la mirada.

Las hadas al verlo no echan a correr,
cual niños, tranquilas se acercan a él,
le hablan, juguetean, afable es su encuentro,
le llevan en la isla hacia tierra adentro.

Después de ver todo, Juan el Paladín
despertar parece de su sueño al fin:
se acuerda de Elena y en su corazón
se posa la amarga desesperación.

«Así pues, en este reino del amor
¿he de ir por la vida solo en mi dolor?
Todo en torno es dicha, no hay más que un rincón
donde no se encuentra: en mi corazón.»

Juan halla en el centro del país un lago,
lo lleva a la orilla su andar triste y vago,
la flor de la tumba de su amada allí
saca de su pecho y le habla así:

«¡Mi único tesoro! ¡Resto de mi amada!
Muéstrame el camino, te sigo a la nada.»
Y arroja a la espuma del lago la flor,
y ya iba a seguirla con todo su amor...

Pero ¡maravilla, prodigio, portento!
La flor se convierte en Elena al momento.
Nada con delirio y en rauda carrera
a la resucitada muchacha libera.

Pues éste era el lago del agua de vida:
resucita todo donde ella es vertida.
Del cuerpo de Elena la rosa creció,
así de la muerte la resucitó.

Podría narrarlo todo hermosamente
menos lo que entonces nuestro héroe siente
al sacar a Elena del agua y arder
un beso en sus labios tan muertos de sed.

¡Cuan bella es Elena! Reunidas las hadas
allí la contemplan con ella admiradas;
la proclaman reina de toda su grey
y los hijos de hadas a Juan como rey.

En el centro hermoso del país de las hadas
y desde el regazo de su Elena amada
hasta hoy, de su pueblo príncipe feliz,
reina su excelencia Juan el Paladín.